Israel Shamir

The Fighting Optimist

Cómo salvar el mundo: diez recetas sencillas

El mundo está enfermo, con altísima fiebre. El calentamiento climático no es más que una metáfora de esta vida afiebrada que llevamos. Lo primero es bajarle la temperatura al mundo, refrescarlo.

Mientras que el equipo de Obama y sus pares en todo el mundo tratan de estimular el consumo y alentar el crecimiento haciendo el crédito más barato y excitándonos con imágenes titilantes de nuevos autos, nuevos teléfonos, nuevos trastes de cocina y hembras atractivas, deberíamos tomar la dirección opuesta, la de reducir las tentaciones. Mantengámonos en la ignorancia voluntaria de las maravillosas oportunidades que se nos presentan para estar al día en nuestros arsenales de cachivaches.

Le rezamos a Dios para que aparte de nosotros las tentaciones, pero la maquinaria publicitaria las promueve a diario, y esto es lo que nos causa neurosis y ansiedad dolorosa. Hay otro resultado secundario pero igualmente funesto de la publicidad, y es que alimenta  los medios masivos dependientes del mundo del negocio, que a su vez nos aguijonean para consumir más y más.

Los medios tiene una función importante y positiva que cumplir: como lo indica su nombre, ayudan a la gente a intercambiar puntos de vista y forjarse opiniones propias. Además cumplen con la función de entretener, y esto también es bueno.

Mientras las cualidades positivas de los medios deberían preservarse, habría que salir del cerco del business, consumo y excitación. Y esto se puede lograr con la erradicación de la publicidad, de la misma forma que hemos prohibido la publicidad para el tabaco. Hay una primera medida no tan drástica, factible aun sin grandes cambios sociales, simplemente mediante la separación del contenido informativo y de la publicidad. Los diarios y las revistas deberían elegir entre publicar contenido (opiniones, relatos, noticias) o transmitir publicidad. O lo uno o lo otro, sencillamente, con la prohibición de cualquier mezcla.

Habría que tratar a los medios que elijan la publicidad como la pornografía, alejarlos fuera del espacio público, para la venta aparte, en sobres opacos. Podemos aprender de Tailandia, donde los cigarrillos se venden legalmente por debajo del mostrador, a los clientes que los pidan, pero no pueden nunca figurar en los estantes. La publicidad es más peligrosa que el tabaco, pues causa ansiedad, envidia, y una aguda conciencia de fracaso personal para los millones de gentes que no pueden comprarse el Jaguar último modelo.

Este acercamiento quebrará la conexión malsana que existe entre negocios y formación de la opinión pública; Los medios de contenido tendrán libertad para entretenernos y ofrecer sus tribunas a escritores y pensadores, sin tener necesidad de mendigar la aprobación de ningún oligarca. Esto restaurará también la transmisión de la respuesta de los lectores a sus medios. Fue este “feedback” el que hizo posible el surgimiento de medios de izquierda y su desarrollo; pero a pesar del gran número de ejemplares impresos, fueron muriendo, porque no pudieron competir con los periódicos que sí llevaban anuncios, los de la oligarquía. Así, en Israel, los izquierdistas Davar y Hamishmar quebraron, mientras Haaretz, Yediyot y Maariv, a las órdenes de los amos, sobrevivieron. En Inglaterra, el único  periódico de izquierda que quedaba desapareció, a pesar de que vendía cuatro veces más que sus competidores, porque el mundo de los negocios se negó a proporcionarle anuncios. Así pues, después que se logre la libertad de la prensa, se supone  que se leerán opiniones más diversificadas, no solamente las que aplaudan los ricos.

En todo caso, la publicidad puede limitarse hasta el punto de que nadie que no lo desee se encuentre expuesto a la tentación del consumo, tentación de comprar, alquilar, conseguir un crédito, vender o cualquier otra actividad relacionada con el negocio.

Esto será un punto de giro para pasar de una sociedad de consumidores a una sociedad de productores. Casi todos somos a la vez productores y consumidores, pero hoy en día nuestra faceta de productores está en posición servil, sometida a nuestra faceta de consumidores. Los medios, basados en el consumismo, desprecian al productor. No hablan, o lo menos posible, de los trabajadores honestos, y prefieren simular que se dirigen a gente tan gastadora como París Hilton. Pero queremos vivir en una sociedad donde una Paris Hilton muestre un orgullo legítimo por su trabajo creativo, no por su capacidad descomunal para comer, beber y tomar sol.

Esto significará pasar de una sociedad destructiva de la naturaleza a una sociedad en paz con la naturaleza. Si el estímulo al consumo  se mantiene, nos habremos comido el planeta en menos de un siglo, mientras que si renunciamos, encontraremos el equilibrio, la homeostasis con la naturaleza.

Esto también significará la vuelta de una sociedad inspirada por el judaísmo a una sociedad basada en el cristianismo. Muchos críticos de la moral judía, de la influencia judía y de la  predominancia judía se conforman con señalar la presencia judía desproporcionada en tal o cual esfera de la actividad humana. Y no se les ocurre ofrecer otra salida que la sustitución racialista de los judíos por gentiles. Pero esto no puede funcionar, porque los medios controlados por los gentiles se limitarán a calcar las prácticas judías. Los supuestos “blancos” racialista se conformarían con esto porque persiguen un mítico avance genético, pero nosotros queremos más: queremos la victoria del espíritu cristiano, no de la carne supuestamente cristiana, porque judío y cristiano no son conceptos raciales antagónicos sino espirituales.

¿Es posible tal sociedad? Totalmente posible. Es un fenómeno reciente la caída de las sociedades occidentales en la trampa de la publicidad y el consumo, llevamos menos de tres siglos en eso. El proceso lo describió Werner Sombart, el marxista alemán de principios del siglo XX, quien caracterizó el siglo XX como el de la “lucha entre dos perspectivas, la judía y la cristiana, dos maneras opuestas de considerar la vida económica”. Su predecesor Max Weber había señalado las raíces protestantes del capitalismo. Sombart corrigió a Weber subrayando la influencia judía que conformó el capitalismo real.

Vio tempranamente el capitalismo prejudío que existió en Europa durante siglos como la expresión de la sociedad cristiana en busca de justicia y armonía. En semejante universo, basado en la ética cristiana, cualquier forma de publicidad estaba prohibida, porque se consideraba desleal. “Se producían bienes que se compraban y vendían con la finalidad de que los consumidores hallaran la satisfacción de sus necesidades. Por otra parte, productores y comerciantes recibían los sueldos y provechos correspondientes. ¿Qué correspondía, qué era suficiente para la necesidad de cada cual? Esto lo determinaban la tradición y la costumbre. De modo que productor y comerciante podían recibir tanto como lo requería la norma de la comodidad en su categoría, acorde con su lugar en el mundo.”

¡Qué alejados estábamos de nuestra sociedad de hoy donde no hay la menor relación entre los ingresos del productor y la ganancia de un comerciante o intermediario! Hoy en día consideramos la competencia como algo positivo, porque se nos enseña que es buena para el consumidor. Pero ¿cómo puede ser buena para el productor cuyos ingresos se encuentran socavados constantemente por la competencia? Pagamos menos por tal o cual artículo, pero también nuestros salarios bajan por culpa de la competencia, pues nuestro trabajo también forma parte de los artículos en venta. La inmigración crea una presión a la baja y un estímulo para la competencia en el mercado del trabajo. En los países menos judaizados, más exitosos y solidarios, que son Suecia y Japón, casi no hay competencia, ni en la fuerza laboral ni en los bienes de consumo. En la sociedad europea prejudía, la competencia estaba mal vista. Los comerciantes no competían, sino que fijaban los precios y esperaban a que apareciera el cliente.

“Quitarle la clientela al vecino se consideraba inmoral, anticristiano y digno de castigo. La regla para los ‘mercaderes que comercian con artículos de uso’ rezaba: ‘no le quites los clientes a nadie, ni por la palabra ni por medio de escritos, y no le hagas al prójimo lo que no quieras que otro te haga a ti’. En el siglo XVIII, en la Londres que conoció el autor de Robinson Crusoe y en la Alemania de Goethe, no se veía bien que un tendero tuviera sus escaparates arreglados con gusto, pregonara o alabara sus productos. Se consideraba una infamia proclamar que el negocio propio era superior al de otros. Pero el  nivel más bajo en la indecencia comercial era anunciar que los  precios de uno eran más bajos que los del tendero próximo.”

Concluye Sombart: “sacar ganancia de algo era visto por la mayor parte de la gente como algo sucio, algo no cristiano.” Los judíos no se guiaban por semejantes normas; para ellos, la ganancia lo justificaba todo. “Los judíos nunca tomaban conciencia de hacer algo malo, de tener la culpa de algo comercialmente inmoral. Se sentían con derecho, y veían lo otro, la perspectiva cristiana, como equivocado y tonto. El judío es más hombre de negocios que su vecino, y reconoce, con espíritu estrictamente capitalista, la supremacía de la ganancia por encima de cualquier otra meta.”

Los judíos reivindican ser los padres de la publicidad moderna, es algo bien establecido. Un anuncio muy antiguo en Estados Unidos, no sé si el más antiguo de todos, salió el 17 de agosto de 1761, en el  New York Mercury, y dice: ‘Se venderán en Hayman Levy, calle Bayard, equipos para acampar, los mejores calzados ingleses para soldados, y todo lo requerido para la pompa y las circunstancias adecuadas a una guerra gloriosa’. Y al final, los judíos son los fundadores de la prensa moderna, es decir, de esta maquinaria para la publicidad que es especialmente la prensa barata.”  

Y ahí fue el final del pensamiento libre: sólo los diarios aprobados por publicistas ricos se pudieron publicar. Después que un periódico pequeño de California, el Coastal Post, publicó mi artículo en defensa del presidente Carter, las organizaciones judías se las arreglaron para  quitarle los recursos publicitarios al diario. En poco tiempo, éste tuvo que arrepentirse. Muchos escritores fueron amansados por maniobras de seducción. Y en este corto espacio de tiempo, la libertad de prensa se acabó.

A la vez que dejemos atrás el mundo de la publicidad, también deberíamos luchar contra la publicidad oculta. Los informes sobre la bolsa son una forma de anuncio, pues se mencionan ciertas compañías y sus productos, y peor aún, se estimula a la gente para que especule sobre monedas y acciones. Habría que librarse completamente de las bolsas, pero como primer paso, tratemos cualquier información sobre los mercados como publicidad; que esta información esté solamente al alcance de los que la busquen, mientras la mayoría se halle protegida de la exposición a la misma. Las bolsas deberían abrirse solamente un día a la semana, como sucede en ciertos países, mientras se recomendaría a la población mantenerse apartada del “negocio frenético”.

Miremos atrás con nostalgia, volvamos la vista a la experiencia de la Unión soviética, una utopía protegida de la publicidad, o con el mínimo de publicidad, con medios masivos centrados en el productor. En la Unión Soviética, a una muchacha como Paris Hilton se la deportaría a un poblado a 500 km de la capital, para reeducarla en una granja o en una fábrica; ella no sería la que nos reeduque a nosotros y a nuestros hijos. Un producto ‘made in Rusia’ le servía a sus dueños veinte o treinta años. No se empujaba a consumir cada día más a los ciudadanos rusos, sino que se les estimulaba para trabajar y superarse mediante el estudio. hizo derrumbarse esta utopía, pero Occidente lleva 18 años añorando los logros residuales de la educación soviética en sus universidades, en sus salas de conciertos y óperas clásicas, en sus escritores y en su pensamiento libre, que todavía rondan e inspiran a Occidente.

Traducción: María POUMIER

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