Las escarpadas laderas de Wadi Kziv, en la Galilea occidental, están cubiertas por una espesa vegetación; las adelfas y los cipreses se reflejan en charcas poco profundas, formadas por el manantial. Me gusta este lugar apartado. Durante los días calurosos del verano es posible penetrar en una cueva profunda e intrincada y bañarse en sus aguas claras y frescas, a la espera de que lleguen ciervos y quizás una ninfa. En días más fríos suelo subir hasta el castillo del cruzado de Montfort, que se eleva sobre una colina en medio del cañón. Allí, me siento en la torre del homenaje y contemplo a lo lejos el Mar Mediterráneo.
Este lugar guarda muchos recuerdos. Los caballeros teutones, sionistas del siglo XII, compraron el castillo y fundaron aquí el Estado mudable de la Orden. Fueron derrotados por Saladino -paradigma de valor y compasión-, que les permitió marchar con sus armas y su honor intactos hacia la Europa del Este.
En la abrupta vereda que conduce al manantial se encuentran y se separan deliciosos personajes de Arabesques, la exquisita novela del escritor palestino Antón Shammas, nacido en la cercana Fassuta, que es probablemente la única persona no judía en el mundo que escribe sus libros y poemas en la lengua hebrea de Israel.
Más hacia el oeste, el arroyo Kziv se dirige hacia el mar junto a las ruinas del pueblo cristiano de Ahziv, destruido por los judíos en 1948. En dicho pueblo, durante los lejanos años veinte, una muchacha palestina fue visitada por otra mujer palestina del lugar, la Virgen. En otras palabras, se trata de un lugar típico de la atípica tierra de Palestina.
En la actualidad uno puede aquí vagar a sus anchas. Al igual que en el resto del campo, no hay gente. La tierra de Palestina está llena de problemas desde aquel fatídico 1948. Nadie viene por aquí y en el cañón abundan los jabalíes. Caminando una vez en el sentido de la corriente vi unos pocos de estos hermosos animales, tan distintos de sus primos domesticados. Para cruzarme con algún ser humano tuve que salir de la garganta del cañón, ya en la llanura de Acre. Había allí unos cuantos labradores, tailandeses o chinos, arando los campos de un kibutz local. Un hombre de edad madura estaba sentado a la sombra, viendo cómo trabajaban. Me acerqué para fumar un cigarrillo y beber un vaso de agua fresca con él.
Tenía el aspecto típico del buen israelí: grande, bronceado por el sol, con una sonrisa amigable, un espeso bigote y la parla vivaz. A principios de los cincuenta él, o mejor dicho su predecesor -un soldado de las tropas judías de asalto, las denominadas Palmach-, tomó las tierras de Ahziv y expulsó a los campesinos al Líbano. Hace unos treinta años aún solía cultivar con sus propias manos esta tierra robada. Ahora supervisa a los tailandeses que la trabajan. Muy pronto, me dijo, se irá una temporada a Nueva York para visitar a su hijo y, entonces, unos rusos del pueblo de Maalot cuidarán del kibutz. No hay muchos judíos interesados en trabajar la tierra o incluso en vigilar a los tailandeses que la trabajan, comentó. El kibutz está a la espera de conseguir un permiso de construcción para edificar casas y ponerlas en venta. Es un lugar caro, cercano a Naharia y a Acre, añadió, y se venderán bien a pesar de la crisis.
Le estreché la mano y me despedí. De él; de los sudorosos tailandeses; de los verdes campos; de las montañas del Líbano allá en el norte, que esconden los campos de refugiados donde ahora viven los antiguos propietarios de Ahziv; de la campiña de Galilea con su pueblo ruso de Maalot, y regresé a casa en tren, hasta Jaffa. Conmigo viajaban unos cuantos africanos, casi con seguridad inmigrantes ilegales, debido a sus tímidas miradas. Un grupo de albañiles rumanos bebían cerveza y eructaban ruidosamente. Habían sido importados desde sus empobrecidos lugares del Este de Europa para construir las casas de los inmigrantes, puesto que los judíos no quieren trabajar en la construcción, ya sea en Israel o en California. Un abogado judío israelí, con la coronilla cubierta por una yarmulke negra, hojeaba papeles en su cartera semiabierta. Un soldado israelí rubio y armado, que hablaba el ucraniano con haches fricativas, le explicaba a su corpulenta amiga la lucha heroica que había mantenido contra una multitud de terroristas árabes, y ella lo miraba con admiración. Un grupo de marroquíes discutía sobre el cierre de la fábrica de acero en Acre y sobre sus escasas posibilidades de encontrar otro trabajo. La crisis es cada vez peor, dijo uno de ellos, tan mala como en 1966.
El tren atravesó Haifa y yo pensé entonces en los cientos de miles -quizá millones- de sionistas estadounidenses, de judíos y de cristianos que cabildean, rezan, apoyan y financian el Estado judío construido sobre las ruinas de Palestina. Esto, que ya sería de por sí bastante siniestro, en realidad oculta algo peor: pensé en los millones de palestinos que se pudren en cárceles y campos de refugiados, desposeídos y expulsados, pero no por el monstruo de la aciaga ocupación y de la tierra robada, sino por algo peor, por un fantasma.
El Estado judío es un estado virtual que está perdiendo rápidamente cualquier contacto con la realidad. Este fantasma mata gente y recauda dinero en América; su inicua existencia, a la imagen de la terminología medicolegal, equivale a un estado de Œcoma profundo¹. Sus campos son labrados por trabajadores de importación, vigilados por rusos y etíopes traídos expresamente, explicados por profesores israelíes que enseñan ya para siempre en universidades estadounidenses y por valientes generales que viven a la espera de un gran terremoto. El desempleo crece a diario, los servicios esenciales están en huelga; la industria del turismo agoniza, los hoteles permanecen vacíos y otras ramas de la economía nacional se aproximan al colapso. Los israelíes compran pisos en Florida y Praga, mientras que las casas de Israel no se venden. El deseo de Sharon de escarmentar a los palestinos equivale a castigar con la mano derecha su propia mano izquierda: palestinos e israelíes están entrelazados e integrados y la separación actual destruye la economía de ambos.
Desde la lejana América Israel parece un gigante, un estado con poder nuclear, un gran amigo de Estados Unidos, una fuente de orgullo para los judíos estadounidenses. Los visitantes, al partir, se van convencidos de nuestro sentido de la identidad, de nuestra prosperidad. Pero nosotros, los que aquí vivimos en permanencia, sabemos que se trata de un castillo de naipes. Israel se hunde, puesto que sus ciudadanos más activos emigran desesperados, mientras que los generales completan la destrucción del país. Un destino cruel se abate sobre los palestinos: los está matando un fantasma, un cuerpo sin espíritu que deambula como un zombie en trance por los pasillos del Congreso y por los desiertos de Oriente Medio.
Para ayudar a este espectro, acaudalados judíos americanos exprimen hasta el último céntimo de sus empleados y de sus conciudadanos, recortan pensiones de vejez y subvenciones infantiles, reducen el presupuesto de salud y educación, eliminan la ayuda a África y a América Latina, forman inverosímiles coaliciones con individuos racistas de la calaña de Pat Robertson, exigen la destrucción de Irak, bendicen los bombardeos de los refugiados afganos, mantienen en sus guetos a los afroestadounidenses y socavan la sociedad que los acoge, creando así enemigos, contra ellos y contra Estados Unidos. Pero todo esto, además de vil, es inútil. El experimento sionista está prácticamente exhausto. Todavía puede resistir muchos años conectado a las máquinas, como un paciente afectado de muerte cerebral en una unidad de cuidados intensivos. Puede asesinar gente o puede incluso iniciar una guerra mundial, pero jamás podrá volver a la vida.
El Estado judío de Israel es un estado de ánimo, una proyección del estado de ánimo judío estadounidense. Los temores y los problemas que lo invaden son problemas judíos estadounidenses. Los Œjudíos¹ de Israel no necesitan segregación, no necesitan guerra y tampoco necesitan someter a los nativos. Nosotros no comemos bagels ni hablamos el yiddish, no leemos a Saul Bellow o a Sholom Aleichem ni tampoco vamos a la sinagoga. Preferimos la comida árabe y la música griega. En mi vecindario hay siete carnicerías que venden cerdo y sólo una especializada en carne kosher. El 40% de las bodas en Tel Aviv tienen lugar fuera del marco judío: los jóvenes israelíes prefieren ir a Chipre para casarse, con tal de evitar cualquier contacto con los rabinos. Tel Aviv es la capital gay de Oriente Medio, a pesar de que según la ley judía los homosexuales han de ser exterminados. Si no fuera porque los judíos de Estados Unidos sobornan en gran escala a los de Israel, nos olvidaríamos de la diáspora y nos diluiríamos en un acogedor Oriente Medio. Si continúan financiándonos terminaremos por pagarles con un pequeño espectáculo judaico.
Somos maestros en el arte de vender ilusión y, mientras haya compradores, seguiremos vendiendo. En 1946, un grupo de hombres justos de todo el mundo vinieron a Palestina bajo los auspicios de la ONU. Fueron enviados aquí para preparar el terreno del reparto de la tierra. Entre otros muchos lugares, llegaron al kibutz Revivim, el más meridional en el árido Negev, y allí, ante las oficinas del kibutz, se encontraron con un maravilloso vergel de rosas, anémonas y violetas. En su informe, los miembros de la delegación expresaron su asombro: Œpuesto que los judíos hacen que florezca el desierto, dejémosles el Negev¹.
Una vez partida la visita, los jóvenes del kibutz arrancaron las flores incrustadas en la arena: las habían comprado frescas por la mañana en el mercado de Jaffa y las habían apuntalado con rodrigones. Aquella mínima inversión logró la transferencia al Estado judío del desierto del Negev, con sus 200.000 palestinos. La mayor parte de ellos fueron expulsados al otro lado de la nueva frontera, hacia campos de refugiados en Gaza o en Jordania. Fue algo cruel e inútil: incluso hoy, cincuenta años después, el Negev al sur de Beersheba tiene una población inferior a la de 1948.
Buscando poblar tierras despobladas, el Mossad destruyó y aterrorizó las comunidades judías del norte de África. Los judíos fueron importados, rociados con DDT para matar las pulgas y situados en campos de refugiados que pronto se convirtieron en los pueblos de Netivot, Dimona y Yerucham. Todavía están allí, en lugares de desempleo y de miseria, viviendo de la beneficencia estatal y probablemente odiando con todas sus fuerzas a los judíos centroeuropeos, los ashkenazis. No en vano escriben graffitis en las paredes de sus pueblos donde puede leerse: Œlos ashkenazis a Auschwitz¹.
Unas semanas antes de la intifada, el poder israelí encarceló al rabino Arie Deri, el popular líder de los judíos orientales. Decenas de miles de marroquíes se congregaron a las puertas de la cárcel, pidiendo su liberación. La intifada salvó a los judíos ashkenazis de la guerra civil, pero no para siempre.
Así, la picaresca de Revivim, la conquista del Negev, la expulsión de los palestinos o la destrucción de la comunidad judía marroquí funcionaron por separado, pero han fracasado juntas. Los líderes sionistas soñaban con que los palestinos llegaran a ser tan judíos como inglesa es Inglaterra. Fracasaron. Palestina es hoy tan poco judía como Jamaica es poco inglesa.
La tierra de Palestina se muere ante nuestros propios ojos. Sus hermosos y viejos pueblos son bombardeados y caen en el olvido; las iglesias pierden a sus fieles; los olivos son arrancados. Una ruina de tales proporciones no se había abatido sobre esta tierra desde la invasión asiria, hace 2700 años. Nada podrá hacernos olvidar esta gran destrucción y, desde luego, quienes la provocan, ya se trate de asesinos israelíes o de sus seguidores judíos estadounidenses, serán malditos para siempre.
Sin embargo, una perversa ironía del destino permanecerá como nota a pie de página en los libros del futuro: los líderes judíos cometieron esos crímenes en vano, sin obtener a cambio beneficio alguno. Aunque el último de los palestinos fuese crucificado en la colina de Gólgota, ni siquiera eso le devolvería la vida al Estado virtual judío de Israel.
Traducción de Manuel Talens