Israel Shamir

The Fighting Optimist

La alberca de Mamilla

Las cosas van rápido, últimamente. Ayer aún, apenas nos atrevíamos a calificar como “apartheid” la política israelí de discriminación oficial de los palestinos. Hoy, mientras los tanques y mísiles de Sharon aporrean ciudades y aldeas indefensas, el término apenas basta para expresar la realidad. Ahora, ya nada justifica que el término “apartheid” sirva exclusivamente para insultar a los partidarios de la supremacia blanca como en África del Sur. Después de todo, esos blancos no han utilizado cañones ni blindados para acabar con los indígenas, ni han puesto cerco a Soweto. No se han negado a reconcer la humanidad de los cafres. En cambio, los partidarios de la supremacia judía no han vacilado en dar el paso. Como por una varita mágica, nos devuelven a la época de Josué y Saúl.

En realidad, se sigue buscando la palabra justa. No sin valentía, Robert Fisk propone calificar los acontecimientos de Palestina como “guerra civil”. Si esto es una guerra civil, entonces se puede decir que la puñalada al cordero es una corrida de toros. La disparidad entre las fuerzas en presencia es descomunal. Ciudadanos de la Virginia: ¡no, no se trata de una guerra civil sino de un genocidio a fuego lento!

Ahí es cuando salta, según nuestra saga, el judío bueno; luego se supone que saca el pañuelo y exclama : “¿Cómo es posible que nosotros, eternas víctimas de persecuciones, cometamos semejantes crímenes?” Pues dejad de aguantar la respiración en espera del conocido parlamento. Eso ya se vió en otras ocasiones y es probable que volverá a darse.
Los judíos no son gente más sedienta de sangre que el resto de la humanidad. Pero la idea demencial de ser el “pueblo elegido”, la noción de supremacia racial o religiosa son los motores de genocidios. Si te crees que Dios ha elegido a tu pueblo para gobernar al mundo, si piensas que los demás no son más que infra-humanos, ese mismo Dios al que habrás invocado en vano te castigará. No te convertirá en encantador sapito, sino en delirante asesino.

Cuando los japoneses se enteraron, allá por los años treinta, de la existencia de esa patología, violaron a Nankin y les devoraron el hígado a los prisioneros. Imbuídos de su complejo de superioridad aria, los alemanes acumularon cadáveres en Babi Yar. Después de leer atentamente a Josué y el Libro de los jueces, los Padres peregrinos, fundadores de los Estados Unidos, han querido ceñirse a la frente la corona de los “elegidos” y al hacerlo han logrado llevar a cabo el cuasi exterminio de los pueblos indígenas de América; los judíos no forman una excepción. A la salida de Jerusalén que se llama “puerta de Jaffa” existía antes una pequeña urbanización de nombre Mamilla, que fue destruida hace poco por unos promotores inmobiliarios. En su lugar, se encuentra hoy una monstruosa “aldea” que acoge muy gruesas fortunas, colindante con el lujoso hotel Hilton; un poco más allá, están el viejo cementerio de Mamilla donde descansa la nobleza árabe, y la reserva de agua de Mamilla que Poncio Pilato había mandado a construir. Al realizarse las obras del genio civil, los obreros se toparon con una cueva funeraria que alberga centenares de cráneos y huesos. Esta cueva estaba adornada con una cruz y una inscripción : “Sólo Dios sabe sus nombres”. La Revista de arquología bíblica editada por el judío americano Herschel Shanks publicó un relato largo(1) acerca de este descubrimiento que se le debe al arqueólogo israelí Ronny Reich.

En el año 614 después de Cristo, el año más espantoso de la historia de Palestina hasta el siglo XX, allí fue donde se llevó a los difuntos para dormir el sueño de los justos. En su obra titulada Historical Geography of Palestine, el universitario escocés Adam Smith escribió que aún hoy, la espantosa devastación de 614 ha dejado huellas visibles en el terreno. Las heridas nunca se pudieron cerrar.

Por el año 614, Palestina formaba parte del imperio bizantino, que había sucedido al imperio romano. Era una tierra próspera, de predominancia cristiana, donde la agricultura andaba bien desarrollada, las aguas iban canalizadas, y las terrazas estaban cuidadosamente aprovechadas. Afluían masivamente los peregrinos a los Santos Lugares, y los edificios construidos por Constantino, el Santo Sepulcro y la Ascensión al Monte de los Olivos figuraban entre las maravillas del mundo construido por el hombre. Ocho monasterios alegraban las salvajes extensiones de Judea. Se coleccionaban manuscritos preciosos, y se rezaba allí. Los padres de la iglesia, San Jerónimo de Belén y Orígenes de Cesárea seguían vivos en la memoria de todos.

En el medio vivía también una pequeña comunidad judía, muy rica, que se había instalado principalmente en Tiberiada y sobre las márgenes del lago de Galilea. Sus doctores recién habían terminado su versión del Talmud que codifica su fe, el judaísmo rabínico. Lo cual no quitaba que se remitían a la comunidad judía dominante de Babilonia, en Persia, cada vez que necesitaban directivas.

En aquél año 614 los judíos de Palestina se aliaron a sus correligionarios babilónicos para ayudar a los persas en la conquista de Tierra Santa. A raíz de la victoria persa, los judíos perpetraron un holocausto masivo de los gentiles de Palestina. Incendiaron iglelsias y monasterios, mataron a monjes y sacerdotes, quemaron libros. La encantadora basílica de los peces y panes de Tabgha, la Ascensión al Monte de los Olivos, San Esteban, frente a la puerta de Damasco, y Hagia Sion en la loma de idéntico nombre no son más que algunos ejemplos entre los más notables de la erradicación de los edificios religiosos. De hecho, muy pocas iglesias sobrevivieron al ataque. Laura de San Sabas, sitio extraordinario oculto en el valle sin fondo del Wadi an-Nar, sólo se salvó por su situación recóndita y el áspero roquedal que lo circunda. Sobrevivó de milagro la iglesia de la Natividad, pues cuando los judíos ordenaron que la echaran abajo, los persas se negaron. Les parecía haber visto en el mosaico que representaba a los tres reyes magos encima del dintel el retrato de algún rey persa.

Pero lo peor de estos crímenes no fue esta devastación. Cuando Jerusalén se rindió a los persas, miles de habitantes cristianos se encontraron prisioneros de guerra y fueron conducidos tal un rebaño al matadero, muy cerca de la alberca de Mamilla. El arqueólogo israelí Ronny Reich escribe : “Probablemente fueron vendidos al mejor postor. [Según algunas fuentes], los cautivos cristianos de la alberca de Mamilla fueron comprados por judíos y se les dio muerte en el acto”. Siendo testigo ocular, Strategius de Saint-Sabas nos ofrece un informe más preciso: “los judíos pagaron un pingüe rescate a los soldados persas para apoderarse de los cristianos y los masacraron con deleite en la alberca de Mamulla que rebosaba de sangre”. Solamente en Jerusalén, los judíos masacraron unos 60 000 palestinos. En aquella época, la tierra posiblemente no contara con más de 50 millones de habitantes, es decir cien veces menos que hoy. Algunos días más tarde, tras comprender la escala de la matanza, los soldados persas impidieron a los judíos proseguir con sus exacciones.

Hay que reconocerle su mérito al arqueólogo israelí Ronny Reich por no haber intentado achacarle las masacres a los persas, como se estila con suma frecuencia hoy en día. Él admite que “el imperio persa no descansaba sobre principios religiosos y tendía efectivamente a la tolerancia religiosa”; Evidentemente, mucho le costaría a este buen hombre que le publicasen artículos en el New York Times. No obstante, Deborah Sonntag, corresponsal de este diario en Israel, no vacilaría en describir esta matanza como “acto de represalias de parte de judíos que sufrían bajo la tiranía de los cristianos.

El holocausto de los palestinos crisitanos de 614 ha sido objeto de una voluminosa documentación. Está descrito en obras antiguas como los tres volúmenes de la Historia de las cruzadas de Rinciman, por ejemplo. En cuanto a las guías modernas y a los libros de historia, la censura hizo su obra. Es muy de lamentar, pues si no se sabe lo que hubo, es imposible comprender las disposiciones del tratado concluido en el año 638 entre los habitantes de Jerusalén y el califa Omar ibn Khattab; En el Sulh al Quds, nombre bajo el cual se conocen estas capitulaciones, el patriarca Sofronius exige, y el poderoso dirigente árabe acepta, sustraer a la población de Jerusalén de la ferocidad de los judíos.

Después de la conquista árabe, una mayoría de palestinos judíos aceptó el mensaje del enviado de Alá, así como la mayoría de los palestinos cristianos aunque por motivos diferentes. Para los cristianos del lugar, el islam era una especie de cristianismo nestoriano sin los íconos, sin la intervención de Constantinopla y sin los Griegos. (Hasta el día de hoy la dominación griega de la iglesia palestina sigue planteándoles un problema a los cristianos de la región. A los ojos de los Judíos comunes de la región, el islam no era más que un retorno a la fe de Abraham y Moisés; hay que reconocer que, de todas formas, esa gente era incapaz de comprender las complejidades de la nueva fe babilónica. La mayoría se hizo musulmana y se mezcló a la población de Palestina. Por otra parte, la adaptación de los judíos al islam no se detuvo en el siglo VII. Mil años más tarde, es decir en el siglo XVII, los grandes líderes espirituales de la comunidad sefardita nuevamente fundada en Palestina, Sabbaztai Zevi y Nathan de Gaza, herederos de la gloriosa tradición mística española de Ari, el Santo de Safed, igualmente abrazaron la “ley de misericordia”, nombre que le daban al islam. Por cierto, sus descendientes, compañeros de Ataturk, salvaron a Turquía del asalto de las tropas europeas durante la Primera guerra munidal.

¿Por qué los judíos de ahora se deberían sentir culpables de las fechorías de sus antepasados? Ningún hijo es responsable de los pecados de su padre. Israel hubiera podido transformar el osario de Mamilla, su capilla bizantina y sus mosaicos, en un pequeño memorial, que les recordara a los ciudadanos una página espantosa de la historia de su tierra, pero también los peligros de la supremacia generadora de genocidio. Sin embargo las autoridades israelíes han preferido demoler el sepulcro y transformarlo en parqueo. Precisemos que nadie alzó la voz en contra de este proyecto.

Los depositarios de la conciencia judía, Amos Oz y otros, sí objetaron contra la destrucción de vestigios de la Antiguedad, pero nunca contra la del sepulcro de Mamilla. Por el contrario, hicieron circular una petición en contra de los guardianes del complejo religioso del Haram as-Sharif por cavar una zanja de algunos centímetros para colocar una nueva canalización. Poco les importaba que, en una página de crónicas y comentarios del diario Haaretz, el principal arqueólogo israelí de la región hubiera negado que las obras en la mezquita tuvieran nada que ver con la ciencia. Se empeñaron en describirlos como “acto de barbarie musulmana con el bjetivo de erradicar el patrimonio judío de Jerusalén”. Para asombro mío, y lo lamento grandemente, he podido constatar que el nombre de Ronnie Reich figuraba entre los firmantes; Se hubiera podido pensar que él por lo menos, podía haberles dicho quién había erradicado los vestigios del patrimonio judío de la alberca de Mamilla.

¿Por qué he querido contar la historia del baño de sangre de Mamilla? Porque no hay nada más peligroso que el fariseísmo y el sentimiento de victimización perpetua, confortados por una visión unilateral de la Historia. En eso tampoco, los judíos no son ninguna excepción. Eric Margolis del Toronto Sun(2) habló en sus artículos de los armenios enfurecidos por la historia de su propio holocausto. Es así cómo masacraron a miles y miles de sus pacíficos vecinos de Azerbayán en los años 1990 y provocaron el exilio de 800 000 habitantes de la región, que no eran armenios. Margolis concluye diciendo : “es tiempo de reconocer todos los horrores del mundo”.

Cuando se le censura, la historia presenta una imagen sesgada de la realidad. Admitir el pasado es una etapa insoslayable en la vía del equilibrio mental. Por haber admitido los crímenes de sus padres y haberse confrontado a sus deficiencias morales, alemanes y japoneses se han convertido en pueblos más humildes, menos orgullosos, afines al resto de la humanidad. Pero nosotros judíos jamás hemos logrado hasta ahora exorcizar el espíritu altanero de un pueblo que pretende ser “el elegido” , y por eso es que nos encontramos frente a una situación sin salida.

Todo lo cual viene planteado porque la idea de nuestra supremacia se perpetúa y sigue llevándonos al genocidio. En 1982, Amos Oz(3) se había encontrado con un israelí que compartía con él la fantasía de volverse una especie de Hitler judío para los palestinos. Y lentamente, este sueño se viene haciendo realidad.

En primera página del diario Haaretz apareció una publicidad que no era sino una fatwa firmada por un grupo de rabinos. Estos rabinos proclamaban la identificación teológica de Ismael, es decir los árabes, a “Amalek”. En la Biblia, “Amalek” es el nombre de una tribu que les dio harta lucha a los hijos de Israel. En esa historia, el dios de Israel ordena a su pueblo exterminar totalmente a esta tribu sin perdonarle siquiera al ganado. Pero el rey Saúl se descuidó en el cumplimiento. Por supuesto, sí exterminó a esta gente pero se le olvidó mandar a matar a todas las jóvenes núbiles que aún no se habían casado. Este “error” le costó la corona. En nuestros días, la obligación de exterminar al pueblo de Amalek permanece isncrita en la doctrina judía aunque nadie, durante siglos, asociaba una nación viva a la tribu maldita.

Sin embargo existe una excepción que demuestra hasta qué punto esta sentencia es peligrosa. A finales de la segunda guerra mundial, cierto número de judíos, entre los cuales el difunto primer ministro Menajen Begin, quiso ver en los alemanes la encarnación de la tribu de Amalek. De hecho, Abba Kovner, judío pío, socialista fervoroso, y combatiente contra los nazis, había urdido en 1945 una conspiración con vistas a envenenar la red de derivación de agua de las ciudades alemanas y matar a “seis millones de alemanes”. Kovner consiguió el veneno con el que iba a convertirse en el presidente de Israel, Efraín Katzir. Este último había creído comprender que la intención de Kovner era envenenar sólo a “algunos” miles de prisioneros de guerra alemanes. Por suerte el complot fue descubierto y unos oficiales británicos detuvieron a Kovner en un puerto europeo. Esta historia se publicó el año pasado en Israel, en una biografía de Kovner redactada por la profesora Dina Porat, directora del Centro de investigaciones sobre el antisemitismo en la universidad de Tel-Aviv(5). Para decir las cosas con sencillez, la fatwa de los rabinos nos afirma que nuestro deber religioso es matar a todos los árabes, incluyendo a las mujeres, los niños y el ganado, sin perdonarle la vida ni a los gatos. Y el diario liberal Haaretz, cuyos redactor en jefe y propietario tienen la suficiente instrucción para comprender la fatwa, no dudó en publicar este llamado.

Hace poco, algunos militantes propalestinos me criticaron por haber colaborado con el semanario ruso Zavtra en el cual las opiniones expresadas son más bien minoritarias, y por citar al semanario norteamericano Spotlight. Me pregunto por qué no me han criticado por haber escrito en Haaretz. Que yo sepa, ni Zavtra ni Spotlignt han hecho llamamientos al genocidio.

 

Sería injusto infamar exclusivamente a Haaretz. El Washington Post, otro diario judío de amplia tirada, ha publicado un llamamiento igualmente apasionado para recomendar el genocidio, firmado por Charles Krauthammer (6). Al no poder apoyarse en el conocimiento de la Biblia por parte de sus lectores, este adepto del rey Saúl remite a la masacre de las tropas iraquíes en desbandada perpetrada por el general Colin Powell al final de la guerra del Golfo. Krauthammer cita las propias palabras de Powell hablando del ejército iraquí : “Primero les vamos a cortar el camino, y después vamos a matar esa cosa”. Para Krauthammer, que elige cuidadosamente sus citas, una multitud de Árabes asesinados no merece que se humanice la expresión tratándolos como “esa gente”. Le basta con decir “esa cosa”. En las últimas etapas de la guerra del Golfo, unos iraquíes desarmados en retirada fueron asesinados en masa y a sangre fría por el ejército aéreo americano, sus cadáveres fueron enterrados con bulldózeres en las arenas del desierto, en inmensos osarios que no llevan nombre. Según las estimaciones, las víctimas de esa hecatombe varían de cien mil a medio millón. Sólo Dios sabe sus nombres… Krauthammer desearía que esta “hazaña” se reprodujera en Palestina. Por cierto, el ejército israelí ya ha dividido “esa cosa” en setenta lotes. Ahora “esa cosa” ya está lista para la gran masacre. “Mátenme esa cosa”, reivindica Krauthammer en el fuego de la pasión. Posiblemente tema que los persas una vez más quieran poner límites al baño de sangre antes que la alberca de Mamilla se desborde. Nuestra esperanza tiene la medida misma de sus temores. 

Notas

1. BAR 1996 v22 n°2
2. 22. 04. 2001 
3. “Here and there in the land of Israel”, Amos Oz.
4. 21.11. 2000
5. Haaretz, 28. 04. 2001
6. Washington Post, 20. 01. 2001

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