Israel Shamir

The Fighting Optimist

Rusos en Tierra Santa

Traducido para Rebelión por Germán Leyens

Hace un cuarto de siglo (¡qué rápido pasa el tiempo!), cuando Israel era un sitio más íntimo de lo que es actualmente, cuando no otorgábamos su valor a la privacidad y no sabíamos cómo deletrearla, abandoné mi kibbutz en Galilea y me mudé a una casa en Jaffa para compartirla con varias familias. Un tal sistema era bastante común en esos días.

Jaffa solía ser llamada la Novia del Oriente, y competía con sus vecinas, Beirut y Alejandría. Rodeada por fragantes naranjales, esta ciudad de cien mil habitantes se enorgullecía de tener el primer cine en Levante, y albergaba las oficinas centrales de compañías europeas. Estadounidenses y alemanes construyeron sus casas de rojos tejados en sus suburbios, y en 1909 los judíos europeos orientales establecieron Tel Aviv un poco al norte. Pero sus días de prosperidad se habían acabado hace tiempo en 1948.

En mis días era (y sigue siendo) una aldea costera dilapidada al sur de la gran ciudad. Aplanadoras han derribado una de cada dos casas y dieron a la ciudad su aspecto irregular.. También descargaron escombros de la construcción a orillas del mar, en preparación para una gran urbanización. A Esmé, de Salinger, le hubiera encantado este lugar de miseria. Pero a pesar de todo, es un buen sitio, que recuerda el Cuarteto de Alejandría de Durrell. Grandes Cadillacs de narcotraficantes circulan por sus calles sin pavimento; niños en largos vestidos galabie juegan en la esquina, las campanas de la iglesia católica de San Antonio se unen a las de la iglesia ortodoxa de San Jorge y al llamado del muecín de la vecina mezquita Ajami; los pescadores llevan su pesca del día a los restaurantes costeros para los comensales de Tel Aviv.. Mujeres palestinas cascan semillas y conversan delante de sus casas; el perfume del falafel fresco llega de los puestos del mercado; diez gatos callejeros miran fijamente a una rata descomunal; el embajador francés vuelve a su residencia; un equipo de filmación rueda una escena de Beirut. Vivimos juntos, una de las pocas comunidades de-segregadas, en una pequeña rodaja de tierra entre la carretera y el mar, un residuo de la Jaffa que fue.

Vivíamos en una mansión rosada que se venía abajo, construida por un comerciante palestino en los años 20. Era una casa árabe típica: muros gruesos de un metro de roca blanda kurkar local bloqueaban el cálido viento del este, puertas anchas y altas permitían que pasara un gran piano sin mucha dificultad, habitaciones espaciosas, un shesek de anchas hojas, árbol autóctono de dulces frutas similares al albaricoque, sitiaban nuestra ventana. Los cielos rasos pintados por artesanos egipcios se elevaban a cinco metros del piso de mármol italiano. Una Corona de Conde decorabala fachada, ya que el comerciante recibió este título de un Vaticano agradecido en 1928.

La única entrada a la casa conducía a una espaciosa sala suficientemente grande para el baile de introducción en la sociedad de Scarlet O’Hara y de ahí, seis puertas dobles se abrían sobre seis piezas grandes, en las que vivíamos: la familia marroquí, dueña de un pequeño taller para coches, un guía armenio, un pintor ruso que nos ayudó a encontrar el lugar, una familia búlgara que tenía un pequeño puesto de burekas [empanadas]. La familia del dueño también vivía allí, pero ahora les quedaba sólo una pieza, porque en 1948 un cierto coronel Arad, un antiguo combatiente de Yitzhak Rabin, se hizo cargo de la casa.

El coronel tenía título legal para la sala central y era responsable de que se pagara el alquiler a la autoridad estatal. Se divirtió mucho haciéndonos la vida difícil: no nos permitía que pasáramos por ‘su territorio’ después de las 11, interfería con nuestros invitados, incitaba peleas y realizaba una política tradicional de divide et impera. Era un europeo oriental que se unía con rusos y búlgaros contra marroquíes y palestinos; un hombre de la elite culta con el Conde y el pintor ruso, y un judío contra el Conde y el armenio. Su estrategia funcionó mucho tiempo: los marroquíes adoraban pertenecer a los judíos dominantes; la elite palestina está feliz de ser considerada ‘elite’, los rusos se sienten algo perdidos y confundidos y dispuestos a aceptar cualquier oferta.

Nuestro estilo de vida israelí me recuerda esa vieja casa en Jaffa. En el centro, está la elite política y militar del país, descendientes de colonos anteriores a la guerra, de Europa oriental, generales y propietarios de los medios, las familias de Sharon y Barak, Moses y Schocken, Netanyahu y Peres; mientras que las piezas laterales son para las ‘minorías’ – rusos y marroquíes, palestinos nativos y judíos ortodoxos no-sionistas, etiopes y búlgaros. Las ‘minorías’ en su conjunto son mayoría, una inmensa mayoría; pero el viejo coronel se las arregla para mantenernos en una situación de eterna disputa. Uno de sus instrumentos preferidos es ‘el Estado Judío’, un artefacto para separar y dividir a las minorías.

Nosotros, habitantes de Israel, nunca nos describimos como ‘judíos’, nos referimos a nuestra comunidad, ‘eidah’ en hebreo: Israelíes son sólo los hijos nacidos en el país, de los colonos de pre-guerra, pero un hijo nacido en el país de inmigrantes judíos marroquíes, kurdos, iraquíes, sigue siendo marroquí, kurdo, iraquí. ‘Judíos’ es una identificación contra los palestinos, tal como askenazí es una identificación contra los sefarditas. Por lo tanto, un Estado Judío significa un Estado en el que los judíos europeos orientales se encuentran arriba, los palestinos nativos, abajo, mientras las demás comunidades pelean por su posición intermedia subrayando su judaicidad. Esto se ve en la participación en la propiedad y el poder: Los ‘israelíes’ poseen un 80% de la propiedad privada, ocupan un 80% de los ministerios en el gobierno, posiciones de profesores en las universidades, puestos dirigentes en los medios.

La situación estable cambió con la llegada de los rusos, por un simple motivo; muchos miembros de esta comunidad de 1,2 millones no son considerados ‘judíos’ por la ley religiosa, que es la ley del país. Los judíos rusos se entrecasaron con rusos igual como lo hicieron los judíos estadounidenses con otros estadounidenses. Lo que es más importante, en la Unión Soviética, desde los días de Lenin y Trotsky, hubo un vasto esfuerzo por asimilar a los judíos, y tuvo éxito en gran parte. Los judíos rusos se rusificaron, mientras las elites rusas se judaizaban.

Los rusos en Israel (de origen judío o no) hablan ruso, leen periódicos rusos, miran la televisión rusa y comen embutidos rusos de cerdo con cerveza rusa. ¿Qué llevó a estos rusos de a pie a buscar la luz de Sión?

En Rusia, como en EE.UU., hay probablemente por lo menos 20 millones de personas con derecho a convertirse en ciudadanos de Israel. No hay que ser judío. Si tu hija de un primer matrimonio se casó con el nieto adoptivo de un judío, puedes ir a Israel con tu nueva familia. Antiguas repúblicas de la URSS están en dificultades; sus trabajadores no cobran su salario durante meses, así que muchas familias envían a sus personas de edad mayor a Israel, donde reciben unos miles de dólares al llegar, una pequeña jubilación y vivienda pública, si tienen suerte.

La mayoría de los recién llegados no han tenido que ver con el judaísmo o con la cultura judía en Rusia, ni se interesan por ella. Sus tarjetas de identidad israelíes llevan la inscripción ‘origen étnico y religión indefinidos’. No son considerados ‘verdaderos judíos’ y sus muertos son enterrados al otro lado de la cerca, en un terreno especial para los de ‘origen dudoso’. Después de la horrible explosión en la discoteca Dolfi apareció un problema visible: las funerarias religiosas se negaron a enterrar a las muchachas rusas muertas en un cementerio judío, incluso mientras el gobierno israelí bombardeaba a los palestinos ‘para vengar la sangre judía’.

En el aire bendito de Tierra Santa muchos buscan un renacimiento espiritual y religioso. El judaísmo atrae sólo a unos pocos, mientras otros se vuelven hacia la Iglesia para buscar aliento. Es una empresa arriesgada: según la ley israelí pueden ser deportados por creer en Cristo. Se reúnen y rezan lejos de ojos intrusos, pero en las festividades acuden en masa al Santo Sepulcro de Jerusalén, a la Iglesia de la Natividad de Belén, San Jorge en Lydda y San Pedro de Jaffa.

En 1991, cuando el futuro de Rusia parecía excesivamente sombrío, Israel recibió mucha sangre joven proveniente de ese país. Partidarios de Israel en los medios de EE.UU. realizaron una campaña sobre dos flancos: advirtieron de futuros pogromos, e impulsaron la idea de una vida hermosa y fácil para inmigrantes en EE.UU. Ediciones enteras de Newsweek Time se concentraron en el grupo neonazi Pamyat y el desenfrenado antisemitismo. En esa época, yo informaba para el periódico Haaretz desde Moscú, y entrevisté por su cuenta a dirigentes de Pamyat. Descubrí que esa siniestra organización contaba con tantos miembros como la Sociedad de la Tierra Plana. A pesar de todo, un simpático cineasta judío ruso y su mujer llegaron a nuestra casa en el campo a pedir protección en caso de un pogromo. Traté de tranquilizarlos, pero no pude combatir solo la poderosa maquinaria mediática. Diez años más tarde, encontré a una escritora rusa judía en Jerusalén que me contó que ella había lanzado el rumor de los pogromos.

“Ustedes, los israelíes, deberían erigirme un monumento”, dijo.

“Seguro”, dije, “¿Por algún motivo en particular?”

“Yo les traje un millón de rusos: Yo anuncié en la Radio Eco de Moscú que habría un pogromo.”

No tuve el valor de desilusionarla: sus anuncios no hubiesen tenido efecto si los amigos estadounidenses de Israel no los hubieran amplificado. En todo caso, los rusos, asustados y seducidos, se apresuraron por conseguir visas en la embajada de EE.UU. y en ese momento Israel solicitó a EE.UU. que dejara de otorgarles visas. Las puertas de EE.UU. se cerraron, y esa masa de gente en movimiento fue obligada a irse a Israel.

Lo pasaron mal, porque la elite israelí los sometió al singular método israelí de “des-desarrollo” (como podría llamársele), un método que ya había sido probado con los judíos orientales y los palestinos. Los medios israelíes los describieron como un montón de criminales y prostitutas; se les obligó a firmar contratos y promesas en hebreo que no comprendían; sus especialistas fueron enviados a barrer las calles o a cosechar naranjas. Su tasa de divorcio aumentó rápido; y sus niños fueron empujados hacia la droga. En 1991, Israel dejó de emplear a palestinos de los territorios ocupados, y se esperaba que la elite de otrora en Rusia tomara su sitio en trabajos de ínfima importancia a bajos salarios. Pero la pura masa permitió que los rusos crearan su propio estado dentro del estado, completo con sus propios medios, negocios y ayuda mutua. Los rusos sobrevivieron y comprendieron cómo funcionaba la cosa. Los inteligentes volvieron a Moscú, los aventureros se fueron a EE.UU., los pacíficos a Canadá. Desde entonces, Israel ha estado recibiendo sobre todo a personas mayores de edad, madres solteras y desocupados desesperados.

Los rusos forman una comunidad agradable, trabajadora, pero desorientada. Tienen dificultad para comprender dónde han llegado, y tratan incesantemente de comparar su situación con la que existe en Bakú o en Tashkent. El examen de los periódicos rusos muestra a personas en dificultades. Un escritor pide que los palestinos sean castrados para resolver la crisis demográfica. Otro culpa de todo a los judíos religiosos, describiéndolos como “parásitos sedientos de sangre”. Un tercero acusa a los judíos orientales por no corresponder a sus expectativas. Se les enseña una versión abreviada de la fe judía moderna y su único mandamiento: “Odiarás a los árabes”.

Ahora, el primer ministro Ariel Sharon quiere importar otro millón de “judíos rusos”. Es posible: si los amigos judíos estadounidenses de Israel le dan un buen apretón a Ucrania, diez millones de ucranios reencontrarán repentinamente sus “raíces judías”. Pero es posible que en su codicia Sharon llegue a minar por completo el Estado judío, porque la dicotomía judíos-no-judíos no es la única posible. Los ‘Judíos’ en Israel no forman una unidad étnica, cultural o religiosa, sino más bien una amalgama de inmigrantes de diversos países divididos por la animosidad y la desconfianza mutuas y unidos por una poderosa maquinaria de propaganda que promueve el odio eterno e innato de los gentiles. Una estructura semejante no posee fuerza vital, y puede romperse.

La población de la Tierra Santa podría ser subdividida y clasificada por su “judaicidad” entre judíos y no-judíos, o por su origen: ciudadanos nativos o adoptivos de cepa europea, asiática, americana, africana; o por su relación con Cristo entre los que aceptan que Jesús es Cristo y los que lo rechazan; pueden ser divididos según la clase, en pobres y ricos, clases trabajadoras y explotadores; por idiomas: los que hablan árabe palestino, árabe magrebí, hebreo moderno, yiddish, ruso, inglés, francés, amharico por confesión – ortodoxos, católicos, cristianos uniate,mnofisitas y protestantes; musulmanes sunníes, ahmadiesalauíesdrusosBahai; judíos sefarditas, iraquíes, yemenitas, etíopes, hasídicos, litvak y kookite, o por profesiones o por sitios de residencia. En otras palabras, la ‘judaicidad’ no es el único criterio natural.

Para todos, con la excepción de las elites, la mejor solución es la creación de un estado no-racista, democrático, en el que la ‘judaicidad’ no tenga valor legal y no otorgue privilegios; donde ser o no ser judío sea un asunto personal sin importancia cívica. Como una mayoría de los rusos en Israel no son considerados ‘judíos’, incluso si tienen apellidos que suenan judíos, sufren de muchas incapacidades legales e ilegales en el Estado judío. Los rusos no tienen ventajas en la supremacía judía en Israel, es decir la supremacía de un cierto grupo socio-económico, del acaudalado establishment askenazí cuya posición neoliberal es inadecuada para los rusos más débiles desde el punto de vista social. Esa gente tiene una potente razón personal para apoyar la idea de ‘un estado para todos sus ciudadanos’, frente al actual concepto de ‘el estado de y para los judíos dondequiera se encuentren’.

Para transformar la supremacía judía en una democracia para todos sus ciudadanos, estos grupos que no pertenecen a la elite, tienen que aliarse con los palestinos nativos, y en esto los rusos pueden jugar el papel de vanguardia. Algunos rusos han llegado a comprenderlo. El año pasado, sus representantes entraron a Ramala sitiada y se reunieron con representantes de los palestinos nativos. Si esta iniciativa fuera bien recibida, la inmigración masiva de ‘judíos’ rusos a Israel podría convertirse en el Caballo de Troya de la Igualdad en el estado judío.

Pero este entendimiento no ha penetrado aún el modo de pensar palestino. Los ‘israelíes’ representan el grupo elitista, y las elites palestinas prefieren tratar con las elites israelíes. Los ‘israelíes’ son activos en Paz Ahora, Gush Shalom, y otros grupos de izquierda, mientras los judíos orientales y rusos son percibidos como ‘antipalestinos’. Pero es una visión errónea. En realidad, la relación de grupos que no pertenecen a la elite es el camino para confrontar a la minoría gobernante atrincherada. Los palestinos nativos deberían abrir canales directos de comunicación con rusos, marroquíes, judíos ortodoxos, etc. – en lugar de fortalecer la elite israelí.

En realidad, los intereses genuinos de rusos y palestinos coinciden. Para ambas comunidades, un estado democrático constituye la solución y el único camino para lograrlo es dar plenos derechos ciudadanos a los tres millones de palestinos nativos que actualmente están privados de derechos. En Palestina/Israel democratizado, de nueve millones de ciudadanos, el concepto de un Estado Judío seguirá el destino de su mellizo, el Estado Ario, y caerá en el olvido. Mucho depende de la madurez política y de la sabiduría de la dirección palestina y de los restos de la izquierda israelí. Si todas las fuerzas favorables a la igualdad se unieran en nuestra versión del CNA de África del Sur, podrían enterrar el apartheid. Esta unión de los grupos que no pertenecen a la elite podrá cambiar el mapa político de Israel, si es adecuadamente apoyada y alimentada.

En el Estado transformado, habrá siempre un lugar importante para la comunidad palestina que habla hebreo: los actuales ‘israelíes’, el equivalente más cercano de los bóers sudafricanos. Aunque su supremacía es inaceptable, se garantiza su estatus de igualdad. Los de habla hebrea forman parte integral de Palestina – no porque sean judíos, sino a pesar de que algunos de ellos se identifican como judíos. (De la misma manera, los bóers son sudafricanos no por su piel blanca, sino a pesar de que algunos de ellos le dan importancia a ese hecho.) Por cierto, uno de los ‘Israelíes Asli’ (‘pukka Sahib’), el famoso pintor Shimon Trabar, se describió como ‘palestino de habla hebrea’. El deseo de los hebreo-parlantes de separación de sus vínculos con el judaísmo mundial y de su nativización en Palestina floreció en los años 50 (Movimiento Cananita) pero fue aplastado por la policía secreta de Ben Gurion. Ahora, numerosos israelíes, han presentado peticiones a la Corte Suprema de Israel solicitando que se reemplace la línea “Identidad – judío” en sus tarjetas de identidad por “Identidad – Israelí/palestino”.

Por lo tanto, la transformación que proponemos no se dirige contra los grupos de habla hebrea, o de habla yiddish, sino contra su posición especial y privilegiada basada en el concepto del Estado Judío. Este concepto convirtió a Israel en una colonia del judaísmo mundial. La eliminación de los vínculos especiales entre los hebreo-parlantes en Palestina/Israel y los judíos en el extranjero es, de cierto modo, una auténtica declaración de independencia israelí. No descarta algunos contactos futuros, tal como la Revolución Estadounidense no descartó ‘relaciones especiales’ con Inglaterra después de 100 años de separación. Pero en esta etapa, tenemos que cortar el cordón umbilical de la judaicidad, rechazar el asfixiante cuidado de los judíos estadounidenses para que el niño no sofoque. Los colonos deben convertirse en nativos.

Los estadounidenses podrían apoyar esta iniciativa porque mostraría el camino a la paz en Medio Oriente y detendría la salida de su dinero hacia el Estado Judío. Lo que no necesitamos es el apoyo de organizaciones como “Amigos judíos de Palestina”, que vuelven a establecer los lazos con el judaísmo por la puerta trasera. Del mismo modo, a Mandela no le interesaría una organización llamada “Amigos del CNA de raza blanca”. No hay ningún problema con una persona que pueda ser considerada judía (o blanca), pero hay un problema insuperable con organismos organizados del judaísmo/la raza blanca. Un judío estadounidense no posee ninguna ubicación – como judío – respecto a Palestina. Ser judío no constituye una calificación, no más que si fueran Filatelistas por Palestina.

Una tal separación será una gran ayuda para los adeptos a la fe judía en el extranjero: así podrán ocuparse de lo más importante para toda persona religiosa, es decir ocuparse de adorar al Creador, con sus oraciones, con su mejora espiritual y a través del estudio de la Tora. Ojalá que los que tienden a considerarse ‘judíos’ pero no aceptan la fe judía reconozcan su error y busquen su camino a Dios del modo que consideren adecuado porque un ‘judío no-religioso’ es un concepto que sobrevive gracias a la existencia del Estado judío, ya que de otra manera tendría tan poco sentido como un ‘católico ateo’.

Las comunidades religiosas judías en Tierra Santa también prosperarán, porque sus necesidades religiosas no estarán entrelazadas con el lastre cívico. Sin un ‘Gran Rabino’ impuesto por el Estado, podrán rendir culto a Dios del modo que consideren adecuado, sea conservador, liberal, o cualquier otra escuela ortodoxa y ultra-ortodoxa que prefieran. Con el sistema actual, se discrimina a los judíos ortodoxos, se les obliga a ir al ejército; sus posibilidades de encontrar una profesión son severamente limitadas, mientras que las comunidades judías orientales son obligadas a aceptar formas de culto que les son extranjeras. Los judíos ultra-ortodoxos estuvieron siempre contra el Estado judío porque lo consideraban una revuelta contra Dios. Por lo tanto, incluso para grupos judíos religiosos, la democracia constituye la solución.

Probablemente Palestina unida no seguirá siendo eternamente un frío Estado laico de individuos. El fuego de los Profetas no se ha extinguido en el lugar. Pero, en vez de luchas intestinas, el pueblo de Tierra Santa buscará medios que abarquen a todos para servir a Dios. A los que dicen: “Pero estáis soñando” responderemos con las palabras de Sami Aldeeb, que preside la Asociación por Un Estado Democrático en Palestina/Israel: “¿Preferís la pesadilla actual?”.

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